Durante siglos, la imagen del filósofo se ha repetido casi sin cambios: un hombre solitario, apartado del mundo, dedicado exclusivamente a pensar. En apariencia, una mente libre, autosuficiente y sin distracciones. Pero ¿qué pasa si esa imagen no solo es falsa… sino que directamente limita lo que entendemos como “pensar filosófico”?
La filósofa británica Mary Midgley abrió esta grieta incómoda en los años 50. Lo hizo con una simple pregunta que, en su momento, fue desacreditada por “meter asuntos domésticos” en la vida intelectual. Sin embargo, su planteo hoy es central para la filosofía feminista:
¿Cómo influyó la forma de vida —masculina, privilegiada y solitaria— en el tipo de filosofía que construyeron los grandes pensadores?
Y todavía más provocador:
¿Por qué casi todos eran hombres… y por qué casi todos eligieron o pudieron elegir la soltería?
La vida que vivimos moldea lo que pensamos
Midgley insistía en algo tan obvio como revolucionario:
La forma en que vivimos influye en cómo pensamos y en los problemas que nos planteamos.
La filosofía tradicional, en su afán de ser “objetiva”, solía ignorar este hecho. Pero para Midgley, el conocimiento humano es situado: nace de experiencias concretas, relaciones reales, contextos sociales y responsabilidades cotidianas.
No existe una mente pura y aislada. Solo existen personas.
Y la mayoría de los filósofos clásicos vivieron en condiciones muy lejos de ser “universales”.
La metáfora de la fontanería: la filosofía como mantenimiento vital
Midgley comparaba la filosofía con la fontanería:
“La filosofía se entiende mejor si se la considera una forma de fontanería: cuidar la infraestructura profunda de nuestra vida.”
Esa “infraestructura” incluye valores, suposiciones, hábitos, relaciones, miedos y deseos. Todo lo que nos sostiene sin que lo notemos.
Pero si quienes realizan esa tarea provienen casi exclusivamente de un mismo tipo de vida —hombres sin hijos, sin cargas domésticas, sin cuidados diarios—, entonces la “fontanería” quedará inevitablemente incompleta.
Los privilegios que permitieron filosofar
Midgley fue directa:
Los grandes filósofos que vivían solos podían hacerlo solo porque tenían ciertos privilegios.
Y el privilegio más obvio: ser hombres.
No tenían responsabilidades de crianza, ni trabajo doméstico, ni cuidado de mayores. Su día era suyo.
Mientras tanto, las mujeres —aunque tuvieran talento, formación o interés filosófico— estaban históricamente confinadas al trabajo reproductivo: cocinar, limpiar, amamantar, educar, sostener emocionalmente a la familia. Su tiempo libre era un lujo improbable.
Por eso, para Midgley, no era casual que la mayoría de los filósofos más influyentes fueran:
Solteros
Platón
Plotino
Bacon
Descartes
Spinoza
Leibniz
Hobbes
Locke
Berkeley
Hume
Kant
Casados
Sócrates
Aristóteles
Hegel
La lista habla sola.
Una filosofía sin contacto con la vida real
Midgley sugería que la soltería —y la ausencia de vínculos familiares cercanos— influyó directamente en el carácter de su pensamiento:
Más abstracto
Más teórico
Más alejado de los cuidados, las emociones y la interdependencia
Muchos vivían como adolescentes eternos: sin responsabilidades afectivas ni domésticas. La soledad les permitía “concentrarse”, pero el precio fue una filosofía incompleta, poco sensible a la experiencia humana plena.
Cómo cambiaría la filosofía si hubiera estado atravesada por la maternidad, la crianza y el cuidado
En un fragmento poderoso de Rings & Books, Midgley especula:
¿Habrían pensado lo mismo si hubieran estado rodeados de embarazos, lactancias, manos pequeñas tirando de su ropa, o la experiencia física de la conexión entre cuerpos que se necesitan mutuamente?
Posiblemente no.
La filosofía —si hubiese integrado estas experiencias— habría sido más encarnada, más relacional, más consciente de la interdependencia humana y menos obsesionada con el individuo autosuficiente.
Las relaciones son fuentes de pensamiento, no obstáculos
Midgley defendía que nuestras relaciones —todas: amistades, parejas, maternidades, vínculos comunitarios— nos ayudan a pensar el mundo.
No nos distraen: nos forman.
Pensar desde el cuidado, desde el roce cotidiano con otros cuerpos y otras necesidades, genera una sensibilidad filosófica que durante siglos fue ignorada porque quienes tenían voz… no vivían así.
La filosofía no es un lujo: es una necesidad humana básica
Para Midgley, la filosofía debía ser útil para la vida real: una herramienta para entendernos, cuestionar lo que damos por hecho y explorar la complejidad humana.
Y eso solo puede hacerse bien cuando pensamos desde donde realmente vivimos, no desde torres de marfil hechas de privilegio.
Un debate feminista que sigue vigente
Hoy, su análisis es imprescindible. Nos obliga a preguntarnos:
¿Quién ha podido “pensar” a lo largo de la historia… y quién no?
¿Qué experiencias han quedado fuera de la teoría filosófica?
¿Cuánto del canon está sesgado por vidas masculinas, solitarias y desconectadas del trabajo del cuidado?
¿Cómo cambia la filosofía cuando integra experiencias femeninas y comunitarias?
Midgley abrió una puerta que todavía estamos atravesando.
Y tú, ¿qué piensas?
¿Estás de acuerdo con Mary Midgley?
¿Crees que la vida cotidiana, las responsabilidades y los vínculos afectan nuestra forma de razonar y filosofar?
Déjanos tus comentarios. Queremos leerte.

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